Elías era flaco, con extremidades largas y fuertes, mirada intensa, labios delgados, mandíbula ancha. Habiendo sido uno de los más aplicados de la escuela, con las justas pudo acabar. No estudió más, tampoco pudo trabajar.
Ese día se hizo la caca en el carro de su padre, cuando este frenó bruscamente por no atropellar al perro chusco que se les cruzó frente al Parque Matamula. Era martes por la mañana, habían salido al mercado a hacer la quincena. Francisco recordó que antes de salir de casa no le dio la pastilla de ziprasidona a su hijo de 30 años, una fatídica omisión.
El olor dentro del pequeño Volkswagen era repugnante, Elías se había metido las manos al pantalón, se las embarró con lo que se sacó del culo y cuando las acercó a su nariz, empezó a gritar y sacudirse como si fuera un pescado agonizante fuera del mar, ¡caca papá!, ¡caca papá!
Francisco estaba harto pero evitó ofuscarse, detuvo el auto en una calle solitaria, bajó dos minutos, fumó un poco, se aisló de Elías y de vuelta a casa solo pensaba en cómo terminar esa ruleta rusa a la que se enfrentaba en cada salida con el chico.
Entraron al viejo garage y el muchacho seguía gritando. Francisco lo extrajo del auto de un solo jalón, le metió un golpe seco en la cara y una patada entre las piernas, solo quería acabar con su padecimiento.
El padre miró el hueco de la cisterna que había dejado con la cubierta levantada por descuido, no le importó que fuera invierno y lo aventó dentro. La esquizofrenia paranoide de Elías estalló al contacto con el agua. Los alaridos eran tan fuertes que decenas de cucarachas salieron despavoridas de esa gélida jaula de concreto.
Francisco hizo corto circuito, tiró la tapa sin importarle lo que dejaba adentro, se volteó, entró lentamente pisando los crujientes insectos, atravezó la cocina y aciagamente fue bajando la acelerada presión de su sangre mientras subía las escaleras en dirección a la cama de su cuarto.
Se levantó derrotado, asomó la cabeza por la ventana, miró la luz sin sombra del medio día de Lima y caminó hacia el closet, arrimó unas cajas apolilladas, se arrodilló y cogió la soga que tantas veces había acariciado, se la amarró al cuello, levantó los ojos y se quedó perdido mirando la antigua viga de capirona.
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