Pasaron varios meses sin saber de ti. Hasta esa mañana en la que nos encontramos en la lavandería coreana. Te reíste al verme con mis bolsas llenas de ropa sucia y me felicitaste por “tamaña hazaña”. Esa tarea siempre había sido tuya, como la de regar las plantas, armar el árbol de navidad y arreglar la terma cuando dejaba de calentar. Me presentaste al señor Kon del qutanto me habías hablado y al que nunca le había puesto una cara. Pude ver que en tus bolsas llevabas prendas que no eran tuyas. Por un momento pensé en mencionártelo, pero preferí el silencio. Aun me quedaba algo de dignidad en el cuerpo.
Yo llevaba una cola apresurada, el viejo buzo de nuestros domingos y las ojeras del último insomnio.Tú brillabas de una manera que me costaba aceptar, como no aceptaba aún tu ausencia, la que no quise ver llegar. Me calé la gorra de los Nicks y me despedí con un ademán, mientras me invadían el dolor y los recuerdos. Recuerdos del viaje a París, donde tu romanticismo conquistó mi mente y bombardeó mi cuerpo. Tu delicado francés pidiendo “le plat du jour” en aquel Bistrot que convertimos en nuestro refugio. Tu don de gentes conseguía cosas imposibles. Te gustaba jugar con eso y yo me anudaba a ti. Recuerdos de cuando ocupamos nuestro departamento en el Soho, con mis flores de Bach, tu siamés y tus cientos de libros que se amontonaban en torres que decoraron una vida que yo amaba. Allí conspiramos contra el tiempo, que considerábamos ajeno a nuestra vida y nos convertimos en alquimistas que jugaron a experimentar fórmulas de pasión y lujuria.
Recordé las escapadas a la cabaña de tus padres en las Adirondack, tan rústica que nos poseía el espíritu de Thoreau. Me leías poesía, aún mojados después de nadar en el lago al atardecer. Ahí, entre vinos, la chimenea calentaba un deseo que a mi me estremecía, pero al que tu ya comenzabas a desairar:
—Juguemos a algo diferente —me decías
Pensaba que tu estudio compulsivo de Nietzsche, Kant o Freud comenzaba a afectarte. Eras un despreocupado encantador en el que seguía refugiándome.
Poco después comenzaron a hacerse más frecuentes y extensas las consultorías a tus alumnos. Incluso nocturnas. Mis guardias en el hospital te daban a ti la excusa para extenderte y a mí no me dejaban desconectar unos celos cada vez más incómodos y pegajosos.
Tras la pandemia, quisiste acompañarme al Congreso de Anestesia de Madrid. Yo salía temprano del hotel y al regreso te encontraba tomando Negronis con un noruego que me presentaste como concertista de chelo. Fue una de esas noches cuando me dijiste que querías experimentar con otros juegos, donde yo no tenía cabida. Sólo pude escucharte.
El empujón de alguien me sacó de mi ensoñación. Seguía en la puerta de la lavandería. Comencé a caminar. Nunca imaginé que aquella declaración de Madrid sería tan excluyente para mí. Tan definitiva. Que no me dejaría espacio para pelear. No supe verlo, no con la claridad que un rato antes había visto esas prendas desconocidas y masculinas en sus bolsas de la lavandería.
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